Reflexiones inactuales en torno al "rostro secreto" de Karl Marx que Oscar del Barco expone en su libro El Otro Marx (Milena Caserola).
Como pocos, éste es un libro sobre las condiciones del pensamiento y acerca de la lectura como uno de sus momentos fundamentales. Desde el prólogo se dirá que los artículos que compila surgieron al "amparo de un resplandor amistoso" creado "en medio del ruido que durante años nos castigó". Se piensa, entonces, en esos lugares eximidos y en esos tiempos recobrados, que podríamos poner -del Barco lo hace- bajo la idea de salvación. Esa palabra nombra menos un futuro posible que una insistencia, un testimonio, una lucidez amarga y a la vez esperanzada, la certeza de una necesidad: la de dejar que se escurra entre los dedos lo superfluo, lo condenado, lo dañino, para retener, casi al borde de su caída, el destello que permite una creación inesperada, una resistencia imprevisible.
Salvar una teoría, una obra, un autor. De Karl Marx se trata en estas páginas. Un Marx visto como otro frente al que pobló las cartillas dogmáticas y cuya teoría se convirtió en justificación dialéctica de algunos horrores. Un "otro" respecto de aquel que se ligó con entusiasmos a la idea de progreso y creyó en las leyes de la historia. Se trata de buscar su rostro secreto. Su retrato de espaldas (como supo decir Martínez Estrada para pensar a José Hernández: a veces la verdad nos asalta por la espalda y la ilusión nos enceguece de frente).
Muchos habían construido sus "marx". No sólo los actores políticos y sociales que extrajeron de sus textos orientaciones prácticas o fórmulas justificatorias. También la filosofía. Althusser tuvo su Marx, antes Engels, más para aquí Derrida, eslabonan una serie extensa. El que burila del Barco es distinto a todos esos: es el que forja una inmersión en lo concreto -y de allí surge su método y no a la inversa-, el que piensa desde el punto de vista del proletariado y, especialmente, es el filósofo de lo inconcluso y de lo abierto, el que permite una fuga respecto de la gramática que funciona como fondo último y sustraído a la crítica.
La crisis del marxismo -respetuoso de esa gramática- permitiría salvar a Marx no sólo de su destino de trasto antiguo sino también de esa sujeción a la que su pensamiento fue sometido. Pensar a Marx con Nietzsche o con Mallarmé es menos ponerlo de cabeza que bucear en sus intersticios, hacer trizas el sistema para auscultar sus timbres disonantes. El lector funge allí como agente de salvación. Como aquel que entre el ruido puede distinguir un rumor diferente, interpretarlo, actualizarlo. Los artículos que del Barco escribió en el exilio mexicano son metódicos y eruditos. Varios de ellos portan su "Apéndice". En esta suerte de coda, de agregado, creo ver los momentos más fulgurantes del libro. O los más abiertos a un cierto tipo de sospecha y desconocimiento.
El filósofo-lector se empeña en salvar el espíritu, el método, la valentía de una obra porque lo que está en juego es también la salvación de un mundo embarcado en la catástrofe, en el que la tierra es tomada "como objeto, como desierto y muerte". Es un mundo habitado por resistencias y luchas que no reclaman para sí la codificación marxista. Quizás hoy esto resuene como constatación generalizada, pero no lo era, sin dudas, en 1983, en el que apenas aparecía intuido el fin del marxismo como orientación política. En este sentido, el libro tiene una suerte de inactualidad profunda: no pertenece al tiempo en que fue escrito, tampoco al presente. Está allí: en la temporalidad singular del pensamiento en procura de una verdad. O en la insistencia respecto de la necesaria salvación.