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Las historias de Ernesto Simón son sueños redondos. Tal cosa se me representa como la consagración de un hombre que logra escribir liberado de hacer diferencias entre el vuelo infantil, delirante, de los sueños, y la vida formal, conservadora del downtown sanjuanino. Hijo, como todos los de su generación, del enciclopedismo francés, Simón retiene en su prosa la cultura universal y la suaviza con el paganismo de los cerros. Sus textos, lo quiero decir, son trucos de magia de tres minutos y como en las pruebas de René Lavand no se puede hacer más lento el procedimiento. La prosa certera, económica, al servicio del absoluto de la vida, la muerte, los miedos y el infierno de haber sido, condensa rápidamente, como un ilusionista, la atención del lector con la vocación gratificadora del artista que da de sí, cuando tiene ganas, el destilado de su vida completa, la del propio artista -con su recorrido, su camino- y la del hombre detrás del artista -que trabaja, pena, se reproduce y se prepara para el día de mañana- que necesita comprar las horas que hacen falta para cumplir el delirio de escribir y hacer temblar. Simón vio luz y subió los Andes, un escritor hace lo que quiere.
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