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Los cuentos reunidos en Fin del mundo no dan tregua, exigen ser leídos con la misma tensión e intensidad que Leonardo Huebe supo poner en cada una de sus historias. Una tensión que no se apoya exclusivamente en los temas o, si se prefiere, en el tema recurrente en muchos de ellos: el espanto, los años de espanto de la última dictadura. Huebe va más allá: cada uno de sus relatos está construido con la habilidad de un artesano de la palabra, hace que sean textos bellos, dolorosos, necesarios. Cuentista, se ha dicho, es aquel escritor capaz de construir un universo en el acotado espacio de diez páginas. Los cuentos de Fin del mundo respetan esa esfera y descubren a un narrador de sorprendente calidad. Un escritor para celebrar. Vicente Battista ubo una época en la que creí estar trabajando para Los Redondos. Fue aquel un período extraño y excitante. Fue aquella una ilusión falsa. 98 es el año en que comenzó esta historia; quizá 99. Yo había regresado hacía poco tiempo a Mar del Plata, después de pasar un año en Capital corrigiendo con Diego Viniarzky una serie de cuentos que en 2001 o 2002 integrarían mi primer libro: Relatos agónicos. Apenas me instalé nuevamente en la ciudad conseguí un puesto como vendedor en una librería de la Peatonal. Fue allí donde me tropecé con P., periodista marplatense y jefe de prensa de artistas porteños en las temporadas veraniegas, al que conocía de cruces ocasionales que habían formado entre nosotros no una amistad, pero sí una simpatía de esas que nos hacía disfrutar de vez en cuando de un café para hablar un poco de música, un poco de libros y mucho de fútbol. Luego del abrazo, quedamos en vernos al día siguiente.
Nos encontramos en el bar La Biela. No oculté mi entusiasmo por lo que me había dejado la disección de los cuentos junto a Viniarzky (de hecho, le entregué una copia para que los leyera y cuando quisiera me diese su opinión); P. habló de lo contento que estaba por cómo le estaba saliendo un programa en la radio. Fue en el momento previo a la despedida, que él, vacilando, ya que supuestamente debía guardar el secreto, me reveló que desde hacía unos meses estaba haciendo prensa para Los Redondos. Lo miré, creo que con la boca muy abierta, porque enseguida, como si se hubiera arrepentido de la exageración, me aclaró que no hacía toda la prensa, que su única función era la de atender a aquellos medios con los que Poly no quería lidiar. Me alegré por él, por estar cerca de gente a la que admiraba. Los dos sentíamos la misma pasión por la música de la banda y éramos hechizados lectores de la esotérica poesía del Indio. Obviamente, lo agoté con mis preguntas. De sus respuestas resumo lo siguiente: uno de los plomos de Los Redondos le había dado su número de teléfono a Poly cuando a ésta se le había ocurrido colocar una barrera con los periodistas. Hablaron de cuál era el trabajo y P. aceptó. Seguía residiendo en Mar del Plata pero iba seguido a Buenos Aires. Recuerdo que dijo que lo estimaban. Recuerdo que dijo que en un viaje a La Plata el Indio había cantado a capella Todo un palo.
A la semana siguiente pasó por la librería y me dijo que tenía algo importante que ofrecerme. Nos encontramos esa misma noche.
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